Hay un rincón del mundo donde los niños olvidan el celular, se llenan de barro,
doman caballos y se atreven a ser ellos mismos.
Un lugar donde la libertad no se enseña: se vive. Ese lugar se llama Iwana Camp,
y no es solo un campamento: es una chispa que enciende infancias.
Una historia que nació del instinto y un dinosaurio doméstico
La fundadora de Iwana Camp —una mujer que estudió Educación Física, Ciencias Sociales, Historia del Arte y hasta Administración de Empresas— encontró su propósito viendo a sus hijos regresar de un campamento en Venezuela con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Allí, entre carpas y caballos, comprendió que todo lo que había vivido cobraba sentido. Como un rompecabezas emocional.
“Iwana” viene del taíno y significa iguana. Inspirado en la mascota de su hijo —una iguana viva que alguna vez fue el dinosaurio del hogar—, el nombre resuena también como un llamado del alma: I wanna camp. Una coincidencia feliz, como tantas cosas mágicas que ocurren bajo el cielo estrellado de Iwana.
Ocho días sin pantallas, pero con miles de historias
Cada día en Iwana es una sinfonía de naturaleza, aprendizaje y diversión. Las mañanas están llenas de actividades como cabalgatas, escalada, tiro con arco o arte. Las tardes se encienden con competencias entre tribus y electivos que los niños eligen según sus pasiones. Las noches son puro ritual: juegos, teatro, fogatas, estrellas y una calma que abraza.
Y aunque al inicio les cuesta soltar el celular, pronto lo olvidan. Porque aquí no hay filtros, hay tierra en las uñas, risas de verdad y ojos que se miran directo. Porque en Iwana no se postea, se vive.
Crecer sin darse cuenta
Iwana Camp no solo divierte. Transforma. Los niños llegan acelerados, como torbellinos urbanos, y poco a poco se conectan con un ritmo más profundo. Aprenden a enfocarse, a cuidar sus cosas, a elegir por sí mismos. Se hacen responsables sin que nadie les diga que tienen que serlo.
¿La anécdota más potente? Una niña que lloró toda la noche pidiendo irse… y al día siguiente, montada en un caballo, miró a su mamá y le dijo: “Ya no me quiero ir”. Se quedó los diez días. Y volvió al año siguiente. Iwana tiene ese poder: el de girar el corazón.
Un equipo hecho con lupa (y alma)
El equipo de Iwana no se elige por currículum, sino por vocación. Desde la directora hasta el cocinero, pasando por médicos, monitores y jefes de campamento, todos comparten algo esencial: amor por los niños y talento natural para guiar con empatía. Muchos tienen habilidades únicas: arte, música, deporte. Porque aquí cada talento suma a la experiencia colectiva.
Una filosofía que se grita con barro en las botas
Los valores de Iwana se sienten en cada actividad: fomentar la autonomía, enfrentar retos con confianza, trabajar en equipo y divertirse como si no hubiera mañana. Todo en un entorno natural, seguro y libre.
La “Promesa Iwanera”, una carta que reciben antes de llegar, marca el inicio del viaje interior. Y el final… bueno, el final casi siempre viene con lágrimas. De alegría.
¿Y el futuro? Más glamping, más alma
¿El sueño de su fundadora? Seguir creciendo sin perder la esencia. Crear nuevas experiencias, tal vez para adolescentes, tal vez para mujeres mayores de 50 que quieran glamping con propósito. Pero siempre manteniendo lo sagrado: esa llama que convierte a un niño en explorador de sí mismo.
Para los papás: el mejor regalo no es un juguete, es Iwana.
La fundadora lo dice claro: “Es el mejor regalo que puedes darle a tu hijo. Una experiencia de vida.”
Y si tienen dudas, que pregunten. Que hablen con otros papás. Que escuchen las risas de los que regresan contando anécdotas de caballos, obras de teatro improvisadas y nuevas tribus de amigos que durarán toda la vida.