Este 2020 se cumplen cien años del nacimiento de Chabuca Granda, una mujer apasionada de su país, de la guitarra y de la escritura. Y si bien su Lima ya no es la misma, esta no la olvida y tiene un centenar de motivos para homenajear a su figura.
¿Qué más se puede decir sobre Chabuca Granda? En infinidad de textos está escrito que fue una de las mejores compositoras de nuestro país, que marcó un hito en la historia de la música peruana, que existe un antes y un después de ella: para muchos, “La flor de la canela” es el segundo himno nacional y “Fina estampa”, una obra maestra.
María Isabel Granda Larco nació para cambiar las reglas de juego, algo que hace que, cien años después de haber llegado al mundo, resulte imposible dejar de escribir sobre su vida. Además, con el paso del tiempo surgen más detalles acerca de su personalidad, de su forma peculiar de cantar, de su pasión por la literatura y de esa mirada con la que observaba Lima, ciudad que la recibió cuando solo tenía 3 años y dejó su natal Apurímac.
Como todos sabemos, fue una mujer avanzada para su tiempo; romántica, sí, pero también revolucionaria: tomó las riendas de su vida e hizo lo contrario de lo que esperaba la sociedad que una mujer de su tiempo hiciera. Mabela Martínez relata a un diario local que Teresa Fuller, hija de Chabuca y presidenta de la Asociación Chabuca Granda –que desde el 2016 trabaja con la finalidad de festejar a lo grande el centenario de su natalicio–, le contó que su mamá fue a la mítica discoteca Studio 54, en Nueva York, y ahí vio “algo que nunca había visto en su vida, y dijo que quería que algún día su música sonara en una discoteca”. Así de avant-garde era. “Ella se codeaba con todas las Limas que había. Ser mujer en los sesenta y setenta con una propuesta tan avezada era prácticamente un sacrilegio”, agrega Mabela.
Demostró sus dotes para la música cantando y tocando la guitarra desde los 12 años, y andaba, además, enamorada de la lectura. “Era un ratón de biblioteca”, comenta Teresa Fuller. “Era como una esponjita que absorbía todo lo que estaba a su alrededor. Se metía, por ejemplo, en cursos libres en la Universidad Católica; por eso, su uso del lenguaje era admirable”.
Si bien sus cualidades eran muchas, siempre llamó la atención su don para componer: cada palabra y cada frase se prestan para un análisis profundo. Así lo piensa el multifacético decimista y cantautor Octavio Santa Cruz –miembro de una de las familias más emblemáticas de la música y la cultura en el país–, quien comparte que, allá por enero de 1960, mientras conversaba con amigos extranjeros, cayó en cuenta de que admiraban a Chabuca por un rasgo en particular. “Ellos estaban hartos de los típicos valses cantados por hombres que hablaban de malas mujeres o de malos amores. Les llamaba mucho la atención el hecho de que una mujer se atreviera a componer sobre temas distintos”, comenta.
Su temática no era tan compleja: Chabuca describía lo que la rodeaba. Como dice su hija, ella no escribió ni un solo cuento ni una sola fábula. “La Lima de sus canciones era su Lima”, acota, queriendo señalar que aquello sobre lo que ella cantaba no pertenecía a la ficción: era una especie de homenaje a toda la poesía que leyó el transcurso de su vida. La cantante lo confesó en una columna publicada en la contratapa de Selecciones en 1980: “Simplemente encontré que había que dejar el amor a los poetas… Pero debía cantar… aun sin lo que comúnmente se llama ‘tener voz’, debía cantar”. Y esa supuesta falencia que se traduce en una fineza indescriptible y absolutamente sui generis se convirtió en uno de sus rasgos más distintivos.
Con esas líneas declaró que su voz no era de las más impresionantes, pero más adelante –en la misma columna– reconocía, con modestia, en qué radicaba su talento. “Puedo, sin temor a equivocarme, llegar a la conclusión de que no alcancé jamás a hacer folclor. Apenas hice una canción popular y, de ella, solamente juglaría. Fue sin proponérmelo (…). Entonces, me puse a contar cantadita sobre todos y todo aquello que llamó mi atención. Y esa fue mi buena suerte: la juglaría”.
Joaquín Mariátegui (guitarrista y cantautor, fundador de agrupaciones como Bareto, de Los Calypsos y del trío de jazz fusión Oriente) comenta sobre este tema con mucho respeto. “Si bien no tenía un rango vocal amplio, Chabuca Granda hizo historia con su forma de escribir, que fue la que les dio vida a todos sus temas. Los elementos que utilizaba en su escritura obligaban un poco a que la música se interpretara desde otro lugar”. Según el músico, “su manera de cantar, tan única, tan ‘chabuquesca’, me da la sensación de que genera una nueva estética y eso hace que se replantee el fondo, que nos hagamos nuevas preguntas como músicos”. Y agrega: “A través de su canto, de su composición y de sus letras, Chabuca abrió nuevas puertas”. Como bien dice el periodista musical Czar Gutiérrez, ella fue gestora de “un fenómeno donde folclor y vanguardia establecen un lazo formidable y atemporal”.
Sobre el primer punto, Mabela expresa: “Ella misma decía: ‘Yo digo las canciones, no las canto’. Ella prácticamente recitaba un poema y la melodía era un adorno. Era compositora antes que cantante; interpretaba sin soltar un grito, sin hacer alarde de su voz”.
Chabuca escribía tarde por la noche, con el silencio de una capital totalmente distinta de la actual como única compañía. Ya divorciada del brasileño Enrique Fuller da Costa y con tres hijos, vivió un tiempo en casa de sus padres, y era cuando todos se iban a dormir que sus mejores ideas despertaban. Escribía sin ver la hora y se enteraba de que era momento de parar cuando sus hijos le daban un beso antes de irse al colegio. Así, bien temprano por la mañana, se echaba a dormir hasta la una de la tarde. Su madre, Isabel Larco Ferrari, se ocupaba de proteger su sueño: daba órdenes de que la limpieza cerca del cuarto en el que descansaba no se hiciera hasta pasada la una e incluso envolvía el teléfono de la casa con frazadas para evitar sonidos estrepitosos. El sueño de Chabuca era sagrado.
Cultura en las venas
Como todo artista, soñaba con que su música tocara a las personas en un nivel más profundo; quería que quienes la escucharan reaccionaran, así como lo hacía ella cuando se sentaba frente a la radio acompañada de sus tíos a oír música clásica. Teresa cuenta que las expresiones en sus rostros no tenían precio. “Eran caras de pura felicidad”, comenta.
La cantante y sus tíos silbaban música clásica, algo que no es nada fácil de hacer. Y el único que no podía llevaba el compás golpeando una taza de café con ayuda de un anillo que tenía en uno de sus dedos. La tertulia parecía cosa de todos los días y eso era lo que Chabuca entendió por música: el arte de juntar a personas a disfrutar de los ritmos. La música era variada: clásica, criolla, rock, salsa, danzas cubanas y, sus favoritos, The Beatles. El piano lo tocaba de vez en cuando y la guitarra, casi todos los días. Para ella, las cuerdas, más que esenciales, eran mágicas.
Cuando en 1937 formó el dúo Luz y Sombra con Pilar Mujica Álvarez Calderón, la guitarra era su acompañante perfecta. Más adelante, cuando incursionó en el mundo de los valses criollos en la década de los cuarenta, el sonido de la guitarra se hizo aún más sofisticado y único: Chabuca ya no tocaba tanto el instrumento durante sus presentaciones; esa labor empezó a recaer en sus guitarristas, que ella seleccionaba con esmero. Tal como describe Santa Cruz: “Chabuca Granda rompió la estructura clásica del vals peruano y, en ese contexto, la guitarra era sumamente importante. Sé que ella se tomaba el tiempo de buscar a sus guitarristas”.
Además de Lucho González y Félix Casaverde, Óscar Avilés y el joven Álvaro Lagos –descubierto por la misma Chabuca– fueron los más trascendentes y recordados. Nada como escuchar “María SueSueños” con el talento de Avilés o “La flor de la canela” con la destreza de Lagos, quien para muchos fue uno de esos músicos que nacen cada cien años: un superdotado. “Era muy joven cuando lo descubrió Chabuca, pero, en su caso, la edad no significaba que le faltara experiencia”, acota Octavio Santa Cruz. Así, las presentaciones de Chabuca se volvieron cada vez más que especiales, aunque, como ya decía César Calvo, amigo suyo de toda la vida, ella ya era “una compositora perfecta. Yo soy testigo de su evolución más literaria que musical, porque musicalmente ella es un genio de nacimiento”.
Chabuca eterna
Para Teresa Fuller, Chabuca Granda era, más que nada, su mamá. Una mujer estricta, sí, pero cariñosa, amable, amiguera y alguien con quien se podía conversar horas. No era casualidad que músicos como Los Chalchaleros, de Argentina, y Julio Iglesias cambiaran su agenda para pasar, aunque sea un ratito, por casa de la cantautora.
Al preguntarle qué es lo que más extraña de su madre, Teresa responde con absoluta sinceridad: “A mi mamá”. Y por más que ya lleva casi cuatro décadas organizando, armando y manteniendo vivo el archivo de Chabuca Granda, aún se sorprende cuando cae en cuenta de que a su madre la piensan miles de miles de personas, y que la extrañan otros miles más.
Las actividades por el centenario no se realizarán en una semana, sino durante todo el año y en distintos países, como Argentina, México y España. En la agenda, hay obras de teatro, exposiciones, conciertos, homenajes, muestras, almuerzos, cenas y reuniones. En su casa, Teresa todavía tiene documentos sin leer, fotografías sin ordenar y papeles sin organizar. “Siguen saliendo”, dice, riéndose, delatando felicidad ante el hecho de que aún le queda mucho por descubrir sobre la mujer a quien ella nunca llamó leyenda, sino mamá; felicidad porque –aunque marzo haya sido el mes en que partió físicamente de este mundo–, entre tanto papeleo, tantas notas, revistas, libros y afiches, Chabuca Granda parece viva.