Por: Jesús Cuzcano / 04.03.2020

Metódica, perfeccionista y con la capacidad de diseccionar cada papel hasta hacer de él su segunda piel. Así es la reciente ganadora del Oscar a Mejor Actriz, quien de esta forma y sin lugar a dudas consolida su carrera en la industria cinematográfica. Si a Hollywood le encantan los comebacks, este es uno que hoy aplaude (y que quizá no se esperaba).




Hablar de Renée Zellweger hoy es hablar de la mejor actriz de Hollywood hoy en día (aunque secretamente Scarlett Johansson y Charlize Theron piensen lo contrario). Y, por ello, es también hablar de su rol protagónico en Judy (2019), la biopic que este año la coronó ganadora del Oscar a Mejor Actriz y que narra los últimos años de Judy Garland, aquella luminaria del cine y prodigiosa cantante que se hizo famosa por encarnar a Dorothy en El mago de Oz, y quien, traumatizada por la dureza de una industria que la volvió famosa pero le robó la niñez (y posteriormente la lucidez de su vida adulta), vio acabar sus días mientras cantaba jazz en bares de Inglaterra y luchaba por recuperar la custodia de sus dos hijos menores. Tenía solo 47 años cuando se fue de este mundo.

Spoilers aparte, hablar de Renée Zellweger es, asimismo, hablar de la reivindicación de una actriz. Sin embargo, para entender su ascenso, primero hay que hacer un repaso por su historia, por sus inicios, por la consumación del american dream y, claro, por el inevitable fenómeno Bridget Jones.



Icono pop

Hubo un tiempo en el que Renée fue la chica linda de la pantalla, la mujer soñadora… pero no la protagonista. Un ejemplo de este fenómeno fue su papel en Jerry Maguire (1997), película en la que interpretó a la madre soltera y secretaria de un Tom Cruise (la cara del filme) que encarnó a un personaje dedicado a promocionar deportistas. Fue nominada a los Premios del Sindicato de Actores como Mejor Actriz de Reparto en aquella ocasión, y aunque no ganó, abrió camino para lo que vendría cuatro años después.

La directora Sharon Maguire cerraría contrato con ella para rodar una película sobre una mujer en sus treinta, con una preocupación constante sobre su peso, que contaría sus rechazos y peripecias románticas en un cuaderno rojo, y que, finalmente, superaría su mala suerte en el amor: El diario de Bridget Jones tenía protagonista.

Luego del estreno y rotundo éxito, Sharon se haría de un nombre y Renée marcaría uno de los hitos más importantes de su carrera. La afamada chick flick la catapultó y logró que se robara el corazón de la industria hollywoodense allá por el 2001. Fue nominada por primera vez al Oscar como Mejor actriz por dicho título y, aunque no logró hacerse con la estatuilla, la trascendencia del filme hablaría más que un premio: diecinueve años después se siguen escribiendo artículos haciendo referencia a este hito de la cultura pop –sí, El diario de Bridget Jones tiene ese estatus–. Renée se convirtió en un icono femenino y lo hizo desde la comicidad; les enseñó a varias generaciones que, cuando se habla de amor, las apariencias engañan, y que siempre tendremos la oportunidad de reinventarnos.



Una joven con talento

Quien más adelante fuera premiada cuatro veces por el Sindicato de Actores y la Academia Británica (BAFTA) inició su amorío con las artes escénicas frente a escenografías de bajo presupuesto y recitando sus primeras líneas como parte del club de teatro de una escuela secundaria de Texas, estado en el que nació. Así, al terminar la etapa escolar, ya tendría la ruta trazada.

Sin embargo, se decantó por la Filología Inglesa, y, una vez graduada, con una mano en el corazón, se confesó a sí misma que quería ir por más allá a la tierra de los famosos, a pesar de ser consciente de la verdad innegable: Hollywood es una ciudad dura.

Y Renée Zellweger era joven y sabía que había una abismal diferencia entre el circuito en el que se desenvolvía y la industria que, para 1993, ya presumía memorables talentos de la talla de Sharon Stone y Meryl Streep.

Claro que eso no le impidió seguir luciendo su don frente a cámaras. Audicionó en Houston y logró conseguir un papel secundario en la película Reality Bites (1994), una oda a la generación X estadounidense, y otro como coprotagonista en la comedia juvenil Empire Records (1995).

Uno de los puntos de quiebre en su carrera sucedería gracias a uno de los rebeldes sureños más amados del cine moderno. En el set de The Return of the Texas Chainsaw Massacre (1994), Zellweger se hizo amiga de Matthew McConaughey, en ese entonces promesa de Hollywood. Fue él quien le comentó sobre Love and a .45 (1994), un largometraje por el que estaba siendo considerado para el papel protagónico. El proyecto la sedujo de inmediato, de modo que la espera se hizo eterna hasta que le confirmaron que había obtenido el papel de Starlene Cheatham, la actriz principal. Irónicamente, McConaughey no corrió la misma suerte que su colega

Gracias a Love and a .45 a Renée le llovieron tantos elogios de la crítica que decidió –al fin– hacer a un lado los temores, agarrar sus maletas y subirse a un avión rumbo a Los Ángeles, en donde se convertiría en la protagonista de The Whole Wide World (1996), lo que le abriría las puertas a una gran oportunidad aún más grande: Cameron Crowe le propondría filmar Jerry Maguire junto a Tom Cruise.



Silencio, retorno y ascenso

Después de Jerry Maguire y El diario de Bridget Jones, la actriz alcanzó tal reconocimiento que empezó a darle sentido al refrán: “Ten cuidado con lo que deseas, porque se puede hacer realidad”. La exposición mediática la consumió. “Necesitaba ser ignorada”, fue una de las respuestas que dio durante una entrevista para el portal Deadline Hollywood hace poco menos de un lustro. Hacía referencia a los seis años de descanso que se tomó de las cámaras. Se había hecho de un nombre en Hollywood, había ganado su primer Oscar en el 2003 por su papel en la película Cold Mountain y participado en 16 filmes desde el estreno de El diario de Bridget Jones; pero, en el 2010, después de haber trabajado casi sin interrupción, se hizo a un lado. Principalmente porque se sentía “realmente exhausta y tomaba decisiones que no eran necesariamente saludables”. Y cuando, en el 2014, se sometió a una cirugía estética en el rostro y la noticia se convirtió en comidilla para los tabloides, ella reconfirmó su decisión: estaba mejor en el anonimato.

Lejos de las pantallas, se dedicó a redescubrirse, a correr, a trabajar para organizaciones benéficas e impulsar su activismo feminista y a estudiar Política Internacional en la Universidad de Los Ángeles, hasta que anunció su decidido retorno luego de publicar una carta en Huffpost dirigida a todos los detractores de su cambio físico.

Filmó cuatro películas, entre ellas El bebé de Bridget Jones (2016), y la serie de Netflix What/If, pero no fue hasta el año pasado que asumió uno de sus mayores retos actorales.

Las cosas siempre suceden por algo, por más de que a veces queramos creer lo contrario. Y, si se piensa bien, fue aquel silencio escénico el que, aún sin saberlo, ayudó a Zellweger a comprender a Judy Garland cuando llegara el momento; a esa niña ícono que había sido presionada hasta la depresión mientras andaba por un camino amarillo, y que luchó por ser feliz en ese mundo de flashes, cámaras y productores egoístas. Conmemorar su trascendencia fue el mayor de los desafíos.

Al verla frente a la platea del Dolby Theatre de Los Ángeles, con la segunda estatuilla de su carrera entre las manos, es difícil no trazar un paralelismo entre estas dos mujeres que pasaron de intérpretes a leyendas gracias a películas que aunque las consagraron, también las encasillaron. El papel tenía que ser para ella. Hoy el premio también lo es y, con la consagración que representa, le pone broche de oro a un año considerado el de su regreso triunfal a Hollywood.

“Cuando celebramos a nuestros héroes, recordamos quiénes somos”, diría Renée Zellweger al recibir el máximo galardón del cine. Esas palabras significan mucho porque si bien no hay duda de que Renée revivió a Judy, de alguna manera, también Judy trajo de vuelta a Renée: la ayudo a recordar quién es y de qué está hecha.





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