Por: Roger Loayza / 09.01.2024



'Muchas veces rogamos por un mundo con paz, sin violencia ni opresión, cuando en realidad
avalamos estos aspectos desde nuestros platos, por lo menos tres veces al día'.



Me encanta la palabra “epifanía”. La incorporé a mi vocabulario desde que la descubrí en sexto de primaria. A partir de entonces, supe describir esos despertares que James Joyce define como el momento en el que “el alma del objeto más común nos resulta radiante”. Con frecuencia las epifanías tienen que ver con la introspección, con cuestionarnos “verdades” autoimpuestas o heredadas, con un momento que nos deja boquiabiertos. Contradictoriamente, mi epifanía más grande se fue dando con pequeñas dosis de información hasta completar un rompecabezas mental que me impulsó a tomar una decisión que cambió mi vida para siempre hace 31 años.


Siempre me había considerado un amante de los animales, pero mi amor era selectivo y en función de mi diversión. Estaba en el colegio cuando comencé a ver el programa de televisión de Brigitte Bardot. El ícono francés ya había abandonado el séptimo arte para dedicarse a proteger a los animales, y su programa S.O.S. se enfocaba en el maltrato animal. En paralelo, mi profesora de Literatura y Ciencias Sociales fue la primera persona en hablarme de PETA (Personas por el Trato Ético de los Animales, por sus siglas en inglés) y Leila Akahloun, una amiga del colegio, reprobó un examen de Biología por rehusarse a disecar una rana en la clase. Ella me inspiró a hacer lo mismo. Ninguna de estas mujeres era vegetariana ni vegana, pero creían firmemente en la defensa de los derechos animales, y provocaron que comenzara a ver mis hábitos de consumo de otra manera.

Se me volvió difícil comer cualquier tipo de carne de un animal que pudiera identificar. Comencé a criticar a mi mamá por los abrigos de piel que guardaba. Poco a poco, vi lo que me rodeaba con otros ojos, hasta que en el lapso de un mes –durante unas vacaciones de julio– dejé de comer cualquier tipo de animal y algunos de sus derivados, convirtiéndome en el único en mi familia en hacerlo.

Le escribí a Brigitte Bardot y a PETA, y me respondieron con un autógrafo, folletos, stickers, recetas de Linda McCartney y una guía del “consumidor atento” para tener en la billetera y así evitar comprar productos de marcas que experimenten con animales. Con 12 años, me reincorporé al colegio anunciando este cambio en mí, y la recepción no fue la más positiva. Me vi señalado y enfrentado a todo tipo de comentarios. El más predominante: que esto sería tan solo una etapa y que en poco tiempo regresaría a comer carne. Aprendí que ir en contra de lo que hace la mayoría incomoda, porque los obliga a cuestionarse muchos aspectos que prefieren no enfrentar para no tener que deconstruir los cimientos sobre los cuales han basado gran parte de sus vidas.




“Eres personalmente responsable por volverte más ético que la sociedad en la que creciste”.
(Eliezer Yudkowsky)



Hoy, a los 43 años, ya no soy vegetariano, soy vegano, porque a lo largo de estas tres décadas fui informándome más y aprendí hasta dónde puede extenderse la red de sufrimiento de la cual no quiero ser partícipe. Hace cuatro años dejé oficialmente todos los productos derivados de los animales. Pese a que la oferta mundial vegana está en crecimiento, a menudo no es lo más fácil de encontrar. Esta idea me lleva a pensar que quizá mucha gente prefiere no indagar en lo que hay detrás de aquello que auspicia con sus elecciones diarias, simplemente por no incomodarse o complicarse la vida.

A veces esta “complicación” significa tener que ir a una tienda especializada en vez de un supermercado; cambiar el restaurante habitual por otro; o simplemente buscar un producto alternativo cuyo sabor quizá no sea idéntico al que estábamos acostumbrados. Me pregunto: ¿qué vale más, incomodarse desterrando viejos hábitos y creando nuevos o una vida?





Una vez, un amigo –chef de uno de los mejores restaurantes de Lima– me comentó que, si uno de sus platos no quedaba al 100 % de sus estándares, era capaz de tirarlo al tacho antes de mandárselo a un comensal. Esto habla muy bien de su ética profesional y su perfeccionismo, pero no pude dejar de notar el aspecto descartable que le hemos adjudicado a nuestros cohabitantes en este planeta. Adueñarse de una vida ajena es algo que yo ya no logro concebir. Y esta práctica no se limita solamente a la industria gastronómica, sino también a la industria a la que pertenezco, de la moda. Puedo decir con gran satisfacción que nunca he utilizado cuero o pieles en ninguna de mis creaciones.


Las pieles me producen un gran rechazo porque me es inevitable escuchar los gritos de agonía de los animales a quienes les pertenecieron cuando las veo. Creo que lo que más absurdo me resulta es que se les considere un símbolo de sofisticación cuando en realidad representan un aspecto bastante egoísta, pretencioso y salvaje de nuestra naturaleza, lejano de cualquier indicio de refinamiento y más bien cercano a nuestro pasado primitivo. Existen muchas otras fibras en la industria textil que sobreviven en base a la opresión, tortura y matanza de animales: las plumas –igual de crueles que las pieles–, la seda, la lana, la alpaca, y la lista continúa.

Sigo trabajando solo con la lana de oveja en mi línea de trajes masculinos, y espero poder dejarla en algún momento. El hecho de que hace poco un cliente –también vegano– me exigiera una alternativa libre de crueldad me da esperanza. Encaminarse hacia el veganismo puede parecer abrumador. Significa replantearse muchas cosas, involucra realizar muchos cambios que no resultan fáciles ni prácticos (dentro del privilegio que significa poder ser tan específicos con lo que elegimos consumir). Vivimos en un mundo diseñado para que las opciones que lucran con la muerte animal estén más al alcance. Basta con ver los paneles publicitarios de restaurantes en las calles, en los que cada plato tiene por lo menos un ingrediente de origen animal; o la carrera de obstáculos que representa esquivar a cuanta promotora de embutidos con trinche en mano hay en un supermercado. A veces esta elección involucra asumir el costo adicional que esto implica en casi todas las cafeterías y restaurantes.

Significa analizar si nuestra vanidad vale más que una crema que fue testeada en animales, o tener que cambiar las brochas de maquillaje más recomendadas por las de pelo sintético. Muchas veces rogamos por un mundo con paz, sin violencia ni opresión, cuando en realidad avalamos estos aspectos desde nuestros platos, por lo menos tres veces al día, mientras apoyamos la creencia de que unas vidas valen menos que otras con el uso de nuestros tenedores y cuchillos. Yo me alimento con la tranquilidad de que nada de lo que está en mi plato tuvo que rogar por su vida, ni llorar por ser separado de su madre, con el alivio de saber que no estoy contribuyendo con más sufrimiento del que ya existe en este mundo.

Agradezco por no verme secuestrado por costumbres que buscan adormecernos en el statu quo y reducir o aniquilar mi empatía, cuando es un ingrediente que tanta falta hace a nuestra comunidad global, cuando lo que se necesita es potenciarla más allá del terreno en el que le hemos permitido existir.




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