Por: Adriana Garavito / 13.11.2019

Los mejores regalos son intangibles, no conocen el tiempo ni el espacio. Trascienden los objetos mismos. Son herencias que perduran gracias a la misma esencia del compartir.

Alejandra Cisneros y los libros de Antonio

Antonio Cisneros tenía libros de libros. En casa y en su estudio; en repisas, en la sala, en todas las habitaciones y hasta en los baños. Lucían desparramados, pero ese desorden era solo aparente: si el poeta quería uno, sabía exactamente dónde encontrarlo. Luego de su muerte en el 2012, la familia decidió donar la mayoría de sus libros a la Biblioteca Ricardo Palma en Miraflores, su barrio de toda la vida (en el 2016); y otro tanto, este año, a la Biblioteca del Centro Cultural Inca Garcilaso de Relaciones Exteriores, que Cisneros dirigió durante años. La intención con estos regalos fue que el legado del vate se mantuviera en su totalidad: juntos permanecerán su obra, sus gustos y su inspiración. Y sus libros queridos seguirán siendo leídos.

Sus hijos Diego, Soledad y Alejandra eligieron algunos para quedárselos. Alejandra, la menor, artista plástica, escogió cuentos, cómics antiguos y muchos otros libros con ilustraciones, que acomodó en la pared de su casa. A veces les cae mucho el sol y no le gusta, le preocupa que se malogren, pero es inevitable: los libros tienen vida y esta se desgasta. Sin embargo, su función no es decorar, sino acompañarla. 'Comparto los rituales de mi papá. Soy bastante romántica con los libros: los toco, los huelo… Y mis hijos, que aún son muy pequeños para leer, también los agarran. Ya son objetos cotidianos'. El legado de Toño está en cada una de sus palabras, que siguen estando, y en el perpetuo gusto por leer.

Alejandra Santistevan y los vestidos de Mocha

'Hasta ahora no conozco a nadie tan activa como ella', dice Alejandra Santistevan, sobrina nieta de Mocha Graña, considerada la primera diseñadora de modas del Perú. 'Trabajó hasta el último día de su vida', asegura. Mocha participó en la fundación de la Asociación de Artistas Aficionados, fue promotora del Festival de Ancón de Lima, vistió a casi todas las novias de Lima, estuvo a cargo de diseñar los disfraces para obras, como El gran teatro del mundo, y también confeccionó el disfraz de Cleopatra que usó su sobrina Alejandra para el corso de Ancón, al que llegó −a sus 8 años− cargada en andas. 'Ella hacía lo que quería. Era una mujer audaz', la recuerda.

En casa, Alejandra aún conserva algunos vestidos de Mocha y los cuida como oro. Muchos de ellos permanecen cuidadosamente guardados, pues los hilos ya no aguantan el paso del tiempo, pero otros siguen siendo los reyes de las fiestas a las que Alejandra va. Ella todavía usa algunas de las creaciones de Mocha. sus favoritos son los vestidos que llegan a media pierna y cada vez que le preguntan dónde los consiguió, su respuesta tiene un tono de orgullo natural: son la herencia de una mujer inigualable.

Jerónimo de Aliaga y la cocina de la Casa de Aliaga

La Casa de Aliaga data desde los inicios de la fundación de Lima. Perteneció a Jerónimo de Aliaga y Ramírez, conquistador español que se estableció en el Perú. Diecisiete generaciones después, la casa permanece como una de las pocas joyas de la historia arquitectónica que quedan en pie en el centro de la ciudad. El chef Jerónimo de Aliaga Arrarte vivió en ella desde que nació hasta los 21 años. El espacio lo recuerda tal y como es: un oasis que te separa del bullicio limeño, alejado de donde vive la mayoría de sus amigos, pero tan cálido como solo un hogar que ha albergado a tanta familia lo puede ser.

De todas las piezas de mobiliario, adornos y accesorios, una estufa de la cocina de la casona es su objeto más cercano. Lleva los signos del Zodiaco tallados en la parte superior de su superficie enteramente en cobre, cuya fría sensación a Jerónimo le gustaba sentir. No es una estufa cualquiera: ganó el premio al Mejor Diseño durante la Exposición Universal de 1889 en París. Pero los objetos son especiales cuando evocan recuerdos, y Jerónimo habla de la cocina de su casa como ese lugar donde su madre gozaba de la buena cocina y, su abuelo, del buen comer. 'De chico, veía cómo mi mamá se encargaba de los eventos en casa. Estaba muy metido, eché una mano y me interesó cada vez más', comenta quien ahora es dueño de Pan, Sal, Aire y de Barra55, restaurante y bar, respectivamente (en Barranco) que −coincidentemente− se sitúan en casonas históricas. El lugar en el que uno nace, dicen, nunca deja de llamar.

Pudy Ballumbrosio y el violín de Amador

Amador Ballumbrosio no hablaba con sus hijos menores, cuenta César, o Pudy, uno de los últimos de los quince. Su padre, agrega, era un tipo sencillo, que después de un día en la chacra disfrutaba de la comida en casa y de estar tranquilo. 'Pero en las fiestas… ay, ay, ay', recuerda. Don Amador cambiaba: contaba chistes y se carcajeaba. Pudy heredó ese lado suelto y vivaz. Y en otra cosa más es el reflejo exacto: la música viaja por sus venas.

Si alguien se encargó de difundir y promover una nueva mirada sobre la tradición afroperuana, ese fue Amador Ballumbrosio. Este le dejó a sus hijos y al pueblo de Chincha, de donde son oriundos, un legado que trasciende lo perceptible; pero que, en este caso, puede simbolizarse en un instrumento musical. El violín que acompaña a Pudy se llama Candela. Fue nombrado, justamente, por don Amador. Candela porque eso es lo que brota cuando el zapateo es bravo. Le das al piso y quema. No importa si el huayno que suena es llorón o si es yana runa, ese tema que resume los sonidos de la melodía con la que zapatean: afros y andinos. Sin la música, Pudy no encuentra sentido. Su padre no era de conversar mucho, recuerda, pero no olvida su ritmo. Es la lengua de todos los que sienten.

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