Cada vez más el término “antiaging” y lo que implica son cuestionados por perpetuar una serie de prejuicios estéticos que afectan sobre todo a la mujer. En esta columna, la periodista Patricia Ku King reflexiona desde su experiencia sobre un proceso natural —el de envejecer— con una perspectiva más amable. Y, ciertamente, menos “anti”.
Hace poco cumplí 48 y si bien nunca he temido decir mi edad, reconozco que este número empezó a hacerme ruido. Me sorprendí, varias veces, examinando sin compasión frente al espejo, cada línea, mancha y las nuevas formas de mi rostro y cuello. Intentando borrar con mis dedos la marca que mi ceño fruncido va dejando. Mi cara no había reclamado esa atención desmedida ni el veredicto que le estaba imponiendo.
Me sentí culpable por juzgarme, por sentirme frágil ante el reflejo, por no priorizar mis logros, aspiraciones y afectos sobre el inevitable paso del tiempo. Sentí culpa por caer en esa cruel forma en que todavía nos vemos y comparamos; por dejar que imágenes que asocian perfección y juventud como única idea de belleza me invadan; por darle poder a esas palabras que colocan el envejecimiento al mismo nivel de un mal a vencer: antiarrugas antiedad, anticelulitis, antiflacidez, antimanchas, antiestrías. ¿Cómo aspectos tan naturales se convirtieron en lo antinatural? ¿Por qué buscamos incansablemente pliegues y desproporciones en nuestros rostros y cuerpos en vez de felicidad, seguridad, experiencia, equilibrio y salud?
¿Nos cuidamos o nos combatimos?
En estas épocas, mirarse al espejo sin ropa o salir sin maquillaje puede considerarse un acto de valentía; y no usar filtros, un acto de rebeldía. ¿Debemos ser valientes al cumplir años? ¿Tenemos que ser evaluadas constantemente? No importa qué tan exitosas o inteligentes seamos: la edad es una fórmula que se usa para valorarnos.
Cuando se trata de envejecer nos recomiendan la discresión, buscarle una solución al problema estético. Envejece, pero que no se note, pareciera que nos susurran.
Jamás renegaría de haber empezado a usar cremas a los 13, de cuidar mi piel, de buscar a expertos y estar informada, pero incluso sintiéndome segura con todo ello, he pensado en procedimientos para no verme enojada o cansada, para no verme “vieja”. Porque nos han enseñado que la vejez se vincula con lo caduco y deslucido. ¿Quién querría relacionarse con eso?
Vejez es una palabra que arrastra décadas de rechazo. Es fulminante cuando nos calificamos (y clasificamos). Se usa como insulto, acusación. Reforzamos, al usarla negativamente, ideas que debilitan esa lucha diaria contra lo normado, nos definimos en función de cómo nos perciben y lo peor: empezamos a vernos así. Altera nuestros días, la búsqueda de trabajo, nuestra productividad, sexualidad y relaciones.
Hablar de esto y entender el impacto del lenguaje es también un acto transformador, es sembrar una discusión que nos afecta a todas. Es asumir que tenemos internalizados conceptos que nos hacen sentir en desventaja, pero que podemos superar. Hacernos mayores no está mal, tampoco cuidarnos ni decidir cómo deseamos vernos.
La libertad de apreciar y disfrutar cada momento está también en poder elegir sin condicionamientos qué funciona para cada una, cómo nos sentimos más libres y mejor con nosotras mismas, desterrando la vergüenza a tener más años. Qué sano sería vincularnos con acciones positivas cuando nos referimos al único cuerpo que tenemos.
El 2022, la actriz Emma Thompson de 63 años se refirió al cuerpo de las mujeres en el Festival de Cine de Berlín, al estrenarse la película “Buena suerte, Leo Grande”, en la que realiza un conmovedor desnudo: “A las mujeres nos han lavado el cerebro durante toda la vida para que odiemos nuestros cuerpos. Es un hecho. Y todo lo que nos rodea está ahí para recordarnos lo imperfectas que somos”.
Nuestros rostros y cuerpos no mienten. Hablan de cuánto hemos sonreído, saboreado, besado, llorado, amado. Si estamos felices o agotadas. Aprendiendo o enseñando. Eso es querer la vida, saludar el bienestar.
Aunque difícil, tal vez debamos mirarnos más veces desnudas e intentar amistarnos con nuestra piel. Agradecer por las etapas y vulnerabilidad, aprender que los cumpleaños no pesan. No escondernos ni privarnos del placer, vestirnos como queramos, decir no cuando lo decidamos. Bailar, amar, experimentar, descubrir. Abrazarnos. Conectar con nosotras para conectar con los demás. Crear lazos fuertes. Elegir ser y estar.