Por: Vania Dale / 17.02.2020

A propósito de la publicación de My Window , de Taschen, que reúne 120 dibujos creados en iPad y iPhone por David Hockney, realizamos un repaso por la vasta trayectoria de uno de los artistas vivos más influyentes, cuyos característicos colores vibrantes marcaron la estética de nuestro tiempo. 




“Nunca fui muy fiestero. No me importó que me vieran de esa manera, pero en realidad soy un trabajador. Un artista puede aprobar el hedonismo, pero él mismo no puede ser un hedonista”, afirmaba David Hockney al diario The Guardian en el 2015. Viniendo de un artista icono de los sesentas, asociado a la rebeldía y al espíritu contestatario de esa década, resulta una reflexión categórica y clave para empezar a vislumbrar la figura de Hockney más allá del cliché.

Él contó los sesenta en sus pinturas –lo hizo también desde su liberación sexual–, a través de un método que tuvo más de trabajo que de inspiración repentina. Nunca fue un hedonista: Es un estudioso y un artista. Siempre lo fue.

Nació en 1937, en Bradford, Inglaterra, y lideró –junto con su amigo Andy Warhol– uno de los movimientos que cambiarían para siempre el mundo del arte y de las industrias culturales: el pop art. Pero su universo creativo trascendería los límites de las categorías temporales y estéticas… y de los soportes: Durante su vida, Hockney se mantuvo investigando exhaustivamente acerca de nuevas y mejores maneras de pintar.

Una de las materializaciones de ese afán investigador la comprende Secret Knowledge, un libro suyo del 2001 –que luego se convertiría en documental– en el que plasma su teoría sobre las técnicas de pintura de los grandes maestros, como Da Vinci, Caravaggio y Velázquez, quienes, según Hockney, se valían secretamente de dispositivos ópticos –como espejos y lentes– a la hora de crear sus obras hiperrealistas. Una investigación fascinante, reveladora y debidamente documentada –complementada con extractos de documentos históricos y opiniones de expertos de todo el mundo– que consolida a Hockney también como un estudioso del arte.


EN SU ESTUDIO DE LOS ÁNGELES, EN LA DÉCADA DE LOS OCHENTA, AL LADO DE UNO DE SUS PERROS SALCHICHA. ARRIBA: JUNTO A ANDY WARHOL EN 1976. WARHOL FUE QUIEN LE TOMÓ LA POLAROID QUE APARECE EN LA PÁGINA ANTERIOR.


California dreamin’ Aunque su quehacer artístico se divide en muchas etapas –que van desde la pintura más tradicional hasta composiciones tipo mosaicos con Polaroids–, una de sus épocas más reconocibles es aquella que marcó su mudanza a Los Ángeles, a mediados de los sesenta. Anteriormente su arte, considerado contestatario, levantó varias cejas en Londres, donde la homosexualidad estuvo prohibida hasta 1967. Seis años antes, en 1961, Hockney pintaba su propia liberación a través de pinturas como Nosotros, dos chicos juntos aferrados, un cuadro en el que aparecía una pareja de hombres jóvenes besándose. 

El sol de California modificó los tonos, los colores y los temas en la obra del artista británico, quien empezó a obsesionarse con la estética de las casas de esa región de Estados Unidos, y especialmente con la de sus piscinas –por las posibilidades cromáticas de la luz del sol sobre el agua–. Su obra más famosa la pintó en 1972. Titulada Retrato de un artista (piscina con dos figuras), el lienzo muestra a un hombre dentro de una piscina que nada hacia otro que lo mira desde fuera. Para componerla, utilizó dos fotos distintas que luego pintó de manera conjunta. Se dice que el hombre elegante que mira hacia la piscina es su examante, Peter Schlesinger, aunque Hockney nunca lo ha confirmado.

California, además, le permitió zambullirse en el mundo de Hollywood. Ahí conoció a diseñadores, actores, músicos y cineastas, con quienes trabajó y a quienes inspiró, como Martin Scorsese en cuya Taxi Driver (1976) se puede ver la influencia de la estética de Hockney, tal y como lo ha revelado el cineasta en diversas entrevistas. 

En los setenta, el británico se dedicó al diseño de vestuario y escenografía para los ballets más importantes de Estados Unidos. Al parecer haber nacido con sinestesia le fue de gran ayuda en este sentido. Por esta misma época, prácticamente abandonó la pintura al conocer casi por azar las posibilidades compositivas de la fotografía; entonces, empezó a componer sus famosos joiners, collages en forma de cuadrícula elaborados con Polaroids, que más adelante cambiaría por fotografías de 35 mm. Este nuevo proceso experimental entretendría a Hockney durante gran parte de la década y le daría reconocimiento en un área distinta de la habitual; sin embargo, pronto volvería a la pintura y relegaría la fotografía a propósitos utilitarios, al servicio de su quehacer pictórico.



Nuevos lienzos Para un artista nacido en 1937, haberse mantenido a la vanguardia en nuestros tiempos, en los que la tecnología avanza y aplasta todo a su paso, es más que un mérito: es consecuencia de su genialidad, que ha ido evolucionando a lo largo del tiempo, y que se ha visto materializada en su arte, siempre cambiante e interpelante.

Prueba de esa eterna búsqueda de reinvención –aspecto distintivo de la genialidad– es una de sus obsesiones más recientes: componer obras pictóricas en iPhones y iPads. El hecho de crear una pintura, enviársela vía e-mail a un amigo y ver su respuesta le resultaba fascinante. Por eso, por la inmediatez que le proporcionaba y las posibilidades que ofrecía, Hockney abrazó las nuevas tecnologías desde finales del 2000, superando la brecha digital; lo cual le permitió también acercarse a las nuevas generaciones: En el 2011, una encuesta realizada entre estudiantes de arte de toda Inglaterra catalogó a Hockney como el artista más influyente de la historia de ese país.

Un año después, a los 75, presentó una de las exposiciones más exitosas de su vida –y vaya que ha tenido unas cuantas–. La Royal Academy of Arts del Reino Unido expuso sus obras hiperrealistas de los paisajes de Yorkshire, pintadas entre la década del noventa y la del dos mil, además de las que realizó con iPads y iPhones. Fue, de alguna manera, el resurgir del artista, quien pocos meses antes había sufrido un infarto que mermó mucho su capacidad de comunicación verbal, que de por sí se había visto afectada por la avanzada sordera que lo aqueja desde hace décadas–. “Lo importante era poder pintar” –dijo Hockney en referencia al suceso– “así que no fue tan grave”. 

Ese mismo año, aceptó recibir la Orden del Mérito de manos de la reina Isabel II, a quien había rechazado en múltiples ocasiones: cuando esta quiso entregarle la Orden de Caballero y él aludió que “estaba en California” y “No quería ser ‘Sir. Somebody’”, o cuando se negó a retratarla alegando humildemente que “No sé cómo pintarla. No es un ser humano normal. Tiene majestad. ¿Cómo retratas la majestad hoy en día?”.

Seis años más tarde, diseñó, desde su iPhone, un vitral para la icónica iglesia Westminster Abbey bautizado Queen’s Window, en honor a los 65 años de la reina en el poder.

Y así como lo ha hecho la monarquía, el mundo de la moda también se ha rendido ante el talento de Hockney.



“Cuando pinto, siento que tengo 30 años”, expresó el artista en una entrevista con El País.

De moda y a la moda Tanto Michael Kors como Yves Saint Laurent, Vivienne Westwood, John Galliano, Paul Smith y Christopher Bailey, exdirector creativo de Burberry, entre otros, se han dejado inspirar por la estética y los colores de las pinturas de Hockney, así como por la suya propia a la hora de vestir. La influencia del artista ha trascendido la pintura, como bien exigía el espíritu contestatario 

y disruptor de los sesenta, en los que florecieron su personalidad y su talento.

Poco después de que se llevara a cabo una muestra retrospectiva que condensaba sesenta años de su trabajo, en el Museo Tate Britain de Londres, y a la que asistieron más de 450 mil personas, su obra maestra, Retrato de un artista (piscina con dos figuras), fue vendida por 90,3 millones de dólares en el 2018, durante una subasta de Christie’s; lo que convirtió a Hockney en el artista vivo más caro de la historia. Lejos de lo meramente anecdótico, el hecho es un símbolo de consolidación, definitivamente. Pero la contribución de David Hockney al mundo del arte no se puede medir en cifras; el suyo es un legado inabarcable y en constante construcción.



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