Por: Gabriel Gargurevich / Fotos: Alonso Mujica

Empezó haciendo stand up comedy antes de la pandemia, luego se hizo famoso en las redes sociales y ahora llena teatros grandes, como el Canout, donde dio su último show, “Bye bye Perú”. Hoy, el siguiente destino de Jaime Ferraro es Madrid. A continuación, la historia de un hombre que cuestiona los temas de clase con un inclasificable y adictivo humor. 



Por WhatsApp, Jaime Ferraro propuso hacer la entrevista luego de su show, “Bye bye Perú”, en el gran Teatro Canout, el domingo por la noche. Será el último que dará antes de irse a España por tiempo indefinido. “Conversemos mientras fumo el troncho post-show”, dijo en su mensaje de voz. Reí frente a la pantalla de la computadora. Luego me puse serio; no quisiera tener que rechazarlo si me llega a invitar una pitada; fumar con el comediante sería una estupenda oportunidad para hacer match con él, pero me pondría muy introvertido, y eso no sirve para hacer entrevistas.


Jaime Ferraro es un hombre de barba roja, gorra, lentes, grande como un oso, un sanisidrino que se atrevió a sacar ronchas a los de su clase, con un humor inclasificable y adictivo, que lo ha llevado a tener más de 270 mil seguidores en TikTok y 110 mil en Instagram. La puesta en escena “Bye bye Perú” ha sido vista por alrededor de diez mil personas en varias regiones del país. Jaime Ferraro sabe cómo conectar con la gente y la hace reír. Aunque parte de su público sepa que el comediante se esté burlando de ellos mismos, lo disfrutan. ¿Quién no quisiera ser amigo de Jaime Ferraro?

EL PODER DEL ESCENARIO 


Terminado el espectáculo, ahí parados, frente a frente, en el mismo escenario donde había hecho reír a unas mil personas, esa noche de domingo no hizo siquiera el ademán de invitarme una calada del gran canuto que blandía ante mis narices, en toda la hora que duró la conversación. El teatro ahora estaba completamente vacío. 


“Pasé de hacer shows pequeños antes de la pandemia, de ser reconocido luego en las redes por hacer chistes clasistas, a esto…”, dijo mirando a las butacas ahora vacías, sonriendo ¿sarcásticamente? Una semana después nos encontraríamos en La Noche de Barranco; con su novia, Ania, compartiríamos mesa, beberíamos cerveza y le confesaría mi dificultad por descifrarlo. 

En el escenario, intenté hacerle preguntas para sacarlo de su eje. 


¿Alguna vez una chica guapa en las butacas te ha distraído estando en el escenario? Sin perder la sonrisa plácida, me contó que, a su novia, Ania, “la conocí porque me seguía… El escenario te da cierto poder…”. ¿Tu novia no se decepcionó de ti luego de conocerte? “Ella era mi fan, y yo no estoy haciendo chistes todo el tiempo. Pero nos hicimos amigos y después estuvimos…”. ¿Es de San Isidro? “Sí. Y también es un poco neurótica como yo; creo que por ahí conectamos. Yo sí necesito una conexión intelectual profunda con mi pareja; quiero que la chica que me gusta no sea bruta. Mis tres mejores amigos son un psicoanalista, un cineasta y un filósofo. Tenemos unas charlas tremendas; empezaron en cuarto de media y no han terminado todavía”. 


CURANDO LOS SENTIMIENTOS 


Jaime Ferraro tiene cuarenta años –recién diagnosticado como hipertenso– y dice haberse pasado la vida hueveando hasta los 32, cuando empezó con el stand up comedy. “La vida no te da esas oportunidades normalmente; tuve suerte y privilegios, mi familia me ha permitido eso”. 



Estudió en el colegio Santa María –“ahí no me quieren, no me confirmé, he tenido algunos enfrentamientos con mi colegio… ¡Lo curioso es que recientemente me invitaron a hablar en la graduación de unos alumnos del Markham!” –. Luego ingresó a la Universidad Católica con el objetivo de estudiar Psicología, “¡pero no pasé de generales! No iba a clases, estuve en esa universidad hasta que me aguantaron. Luego fui a otra universidad y prácticamente hice lo mismo…”.  


Su familia pertenece al Opus Dei, pero Jaime se apresura en acotar que la única fe que profesa es la del psicoanálisis. “Yo quería estudiar psicología, pero al final terminé siendo paciente”. El año pasado murió su psicoanalista, con el que había llevado una terapia de cuatro años. “Voy a tener que dejar de atenderte durante algunos días; me han detectado un cáncer y debo ir a unas citas médicas”, le había dicho. A los pocos días, falleció, recuerda Jaime. “El que me ayudaba a enfrentar mi miedo a la muerte se murió…”. Me cuesta saber si lo dice con pesar o ironía. 



Los ojos le brillan al contar cómo ha conseguido, según sus palabras, moldear el pensamiento de una de sus tías más cercanas y queridas, sanisidrina acérrima. Dijo que su tía ahora critica a sus amigas racistas, pero que a veces ella misma cae en prácticas racistas sin darse cuenta, pensando en que está siendo buena. “Mi padre es el único de sus diez hermanos que se ha divorciado, cuando mis hermanos eran adolescentes y yo era un niño. De todos mis 35 primos, yo soy el único que no creció con su padre y, bueno… que es así”.  


Lo suyo no es pontificar, sino hacer arte. Prepara un libro centrado, sobre todo, en historias de su niñez y su adolescencia temprana. También un falso documental, “a lo Borat”, explica: “Es posible que grabe el piloto antes de irme a España, será algo así como ‘Jaime trata de acercar a los pitucos a los pobres para que se curen’, para curar el más grande problema que ha causado la pobreza: el resentimiento de los pobres. Podría titularse ‘Curando los sentimientos’”, ironiza.


En Madrid piensa ampliar el repertorio en sus shows. “Esto [llenar el gran Teatro Canout], ¿cuántas veces lo puedo hacer al año?”, razona. “Ahora voy a vivir en Madrid y sé que ahí hay muchos latinoamericanos pitucos…”. 


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