Con más de cuarenta años en el mundo de los grandes eventos, Gabriel Pazos sabe que ser un buen anfitrión no requiere alardes, sino el arte sencillo de hacer sentir bien a los demás.
En el comedor de su casa miraflorina, Gabriel encuentra el escenario perfecto para transformar cada encuentro en una experiencia especial.
Su casa miraflorina invita a recorrerse: paredes coloridas cubiertas de arte colonial que, a su manera, narran la historia del Perú en las últimas décadas. No es casual. Gabriel Pazos ha sido parte de ese relato, produciendo algunos de los acontecimientos más recordados del país. Arquitecto de profesión, hizo gran parte de su carrera al lado de la gran Marisa Guiulfo y acompañó, incluso, a casi todos los presidentes peruanos de los últimos años en distintos agasajos.
La mesa de Gabriel refleja su pasión por recibir con calidez y atención al detalle.
Epicúreo desde niño, creció en una familia formal donde padres y abuelos disfrutaban de recibir en casa. De ellos heredó estándares que aún hoy le cuesta cambiar y, sobre todo, un gusto por atender que convierte sus eventos en veladas memorables. Antes de iniciar cualquier coordinación, el event planner parte de dos factores clave: el espacio y la hora, circunstancias que definirán el tono del encuentro. Con eso en mente, diseña la experiencia de principio a fin, desde la ambientación hasta lo que se servirá. Incluso se toma siempre el tiempo de elaborar un plano de asientos, y cuida que quienes compartan lugar en la mesa tengan afinidad, pero sin caer en lo predecible. Al momento de planear un menú, busca que los platos despierten ilusión en sus comensales. Se informa con anticipación acerca de alergias y restricciones alimentarias, evita recetas demasiado complicadas y elige preparaciones que, sin dejar de ser exquisitas, resulten sencillas de servir. En esa labor lo acompaña su esposa Vieri, cómplice en las coordinaciones y en la cocina. Tanto ella como Gabriel son grandes cocineros que no dudan en ponerse manos a la obra, ya sea preparando un guiso tradicional o innovando con recetas contemporáneas.
Amante del buen vivir, Gabriel concede al menaje tanta importancia como a la comida. En el segundo piso de su vivienda, guarda un cuarto entero destinado a sus más de catorce vajillas, las cuales utiliza y va cambiando a diario, incluso para sus comidas más informales. Algunas son herencia familiar, otras provienen de sus viajes alrededor del mundo, pero todas cuentan una historia. Lo mismo ocurre con las flores: al momento de decorar, prefiere lo natural y, aunque le gustan todas las variedades, tiene especial predilección por las rosas, los lisianthus, las hortensias y las orquídeas.
Lo sutil es su norma. Le disgusta el alarde y las poses. Prefiere ofrecer vinos, cavas y tragos sencillos que no requieran de mucho esfuerzo y quiten el foco del verdadero objetivo: compartir con sus invitados. Nada de etiquetas ostentosas que intimiden ni de mixología rebuscada que robe protagonismo. Para él, la hospitalidad se mide en la calidez al recibir, no tanto en la complejidad del brindis.
Por encima de la formalidad de una mesa impecable, Gabriel encuentra su mayor disfrute en las reuniones sencillas junto a su familia.
Hoy, Gabriel busca perpetuar esa afición por recibir en un libro que ya está preparando, donde recopila algunas de sus mejores mesas y comparte recetas infalibles para toda ocasión. Y así como defiende el arte de recibir con clase, sostiene que el éxito de una reunión también depende de ser un buen invitado. La puntualidad, ese talón de Aquiles peruano, es fundamental: llegar a la hora, pero también retirarse a tiempo. Ser considerado y no poner a los anfitriones en aprietos con pedidos imposibles ni esperar un banquete de restaurante. La verdadera cortesía está en facilitar la velada, no en complicarla.
Finalmente, disfrutar de una reunión está en las personas. Aunque aprecia la formalidad de una mesa bien puesta, goza aún más de los encuentros informales, como un lonche familiar rodeado de sus seres queridos. Y es que, para Gabriel, el secreto de toda cita memorable no está en los adornos, ni siquiera en el menaje: está en la complicidad de quienes convoca y en el placer sencillo de compartir.