Por: Rebeca Vaisman / 15.11.2019
Las redes sociales y la prensa de Estados Unidos no dejan de hablar de Caroline Calloway. ¿Quién es? A veces llamada la primera influencer, a veces señalada como un fraude. Lo cierto es que su última controversia revela cómo Instagram ha transformado la creación artística, los derechos de autor e incluso la identidad.


¿Recuerdan el escándalo de Fyre Festival? Si no vieron el documental (Fyre: The Greatest Party that Never Happened en Netflix), se trata de la ultramegafiesta que Billy McFarland organizó –o pretendió organizar– en el 2017; para lo cual invirtió millones de dólares en promoción a través de las redes sociales, contrató a modelos e influencers, como Kendall Jenner, Emily Ratajkowski y Hailey Baldwin y prometió una locación de lujo en una isla privada de Las Bahamas mediante una serie de videos y fotos con una factura de primer nivel. El exitoso marketing digital vendió alrededor de 5000 tickets… y acabó siendo un escandaloso fraude que le valió una condena de 6 años de prisión al joven empresario McFarland. Por estos días, las redes sociales y los medios de prensa estadounidenses vuelven a recordar el caso de Fyre Festival a propósito de otra controversial figura nacida en las redes sociales: la de la artista, escritora e influencer Caroline Calloway, y de un ensayo escrito por Natalie Beach, una antigua amiga y colaboradora, publicado con gran rebote por The Cut. En esta historia hay traición, acusaciones de fraude, revelaciones íntimas, y muchos comentarios y likes de un lado y del otro. Toda una novela de Instagram. Pero con el paso de las semanas, la discusión ha dejado de centrarse solo en sus personajes principales para plantear una muy interesante reflexión sobre el arte, la creación y la identidad en los tiempos de Instagram.


La controversia

Según su artículo en The Cut (por el que supuestamente recibió US$5000), Natalie Beach conoció a Caroline Calloway en un taller creativo de la Universidad de Nueva York cuando ambas tenían 20 años (hace siete): todo sobre su figura la impresionó. Su confianza en ella misma, su actitud superada, su look empoderado y con estilo, y hasta su voz que aún recuerda como dulce. Natalie afirma que vio en esa chica, que se ufanaba de poder recitar a Catulo en latín y que usaba ropa de diseñador, un espejo aspiracional, la esencia de lo que ella –más insegura, y menos adinerada y hermosa– jamás sería; pero que siempre había querido ser. Entablaron una amistad intensa, teñida de ambiciones veinteañeras, esnobismo, envidias, inseguridades, pijamadas, travesuras, algo de marihuana y vino. En resumen, fueron las clásicas frenemies (amigas y rivales) salidas de una ficción adolescente gringa.


Caroline descubrió el incipiente Instagram en el 2014 y empezó a postear sobre su día a día en Cambridge con largos textos que se diferenciaban de de las silentes y anodinas fotografías que la mayoría de personas publicaba. La vida cotidiana de una estudiante bonita de Historia del Arte en una universidad Ivy League empezó a atraer seguidores, y por eso algunos consideran a Calloway la primera influencer. En algún momento de su relación amical y de la adicción al Adderall de Caroline, Natalie –que siempre había querido ser escritora– coeditó algunos posts de la cuenta, e incluso llegó a escribir sola algunos textos, muy pocos según ambas confirman; también escribieron juntas la propuesta de un libro de memorias basado en la experiencia universitaria de Caroline (o mejor dicho, en sus posts al respecto) que fue aceptada por las editoriales Flatiron Books y Penguin Random House aunque nunca llegó a ser publicada porque Calloway no cumplió con los plazos de entrega. La anónima –si bien pagada– participación de Natalie en la creación del personaje (la Caroline Calloway de la social media) y la compra de seguidores para mejorar sus estadísticas fueron las principales revelaciones del artículo de The Cut.


Estas se sumaron a las acusaciones de enero de este año, a propósito de unos talleres creativos que Caroline anunció –que incluían coronas de flores para los asistentes y breaks con ensalada de berenjena– y que la prensa reseñó como “estafa” porque no todos se llegaron a dar por sus problemas logísticos y porque no tuvieron todo lo prometido. En ese contexto, la traición de Natalie puso el dedo en la llaga. Pero también llevó a miles de personas a la cuenta de Caroline en busca de respuestas y de drama.


El arte de las redes

Sobre la transparencia de Calloway o la candidez de Beach no hablaremos: la balanza de las redes se ha ido inclinando de uno y otro lado a medida que la historia seguía compartiéndose y, por ende, creciendo. Pero con las semanas, la discusión tomó perspectivas más profundas. Lo fácil y atractivo de Instagram está en su posibilidad de transformación: gracias a su filtro las experiencias se recuerdan como mejores, las vidas diarias son más interesantes, las personas son más cautivadoras. Sin embargo, ¿califica eso como una estafa? Compartir lo que quieres compartir, lo mejor, lo que te conviene por cualquier razón, ¿no es un mero proceso de selección que simplemente ha encontrado la herramienta perfecta? ¿No somos todos, de alguna manera, curadores de nuestra propia vida?


“Todos los influencers viven al filo de la navaja”, escribió Caitlin Flanagan en una columna de The Atlantic, a propósito del affaire Calloway. Cuando la indignación de los seguidores o el veneno de los trolls los alcanza, lo único que les quedaría por hacer es mantener el perfil bajo; “sin embargo, esa no es la opción del Instagrammer, que inevitablemente prolonga el ataque al postear repetidamente sobre él”, reflexiona la columnista. Tiene otra observación interesante: la profunda e intuitiva comprensión que algunos jóvenes –como Caroline Calloway– tienen de Instagram. “La gente puede ver tu sentido del humor, de qué vas –esa es la belleza de la social media–. Es muy empoderador”, aseguró hace poco la modelo Joan Smalls en una entrevista. Hasta hace algún tiempo se insistía en trazar una línea entre el mundo real y el virtual. Hoy eso es absurdo: las relaciones interpersonales suceden online, proyectos creativos y laborales se nutren y existen online, lo digital es un estado más de una muy real vida. Y es parte de nuestra identidad. Así Caroline Calloway existe. Con coescritora anónima o sin ella, con seguidores comprados o sin ellos, y aun si las historias por las que recibe likes sucedieron o no. Ella se considera una escritora y una artista visual, y su plataforma de elección es su colorida cuenta de Instagram: su formato es el de los stories. Su estilo se debate entre lo ridículo y lo innovador. Y quizá su cuidadosamente curada vida no sea más ficticia que la de cualquiera de sus seguidores o haters.

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